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martes, 1 de diciembre de 2015

Rosas en la niebla

El domingo me perdí con mi hija pequeña en la montaña como se perdía Cipriano Salcedo en los callejones del húmedo barrio de San Pablo, inmersas en una profunda y húmeda niebla que mojaba todo (incluidas nosotras) y no nos permitía ver más allá de diez pasos. 


 La niebla es uno de los fenómenos meteorológicos más difíciles de asumir para una andaluza afincada en Valladolid: días enteros sin ver el sol, sin ver casi la casa de enfrente, aprender a conducir dentro de una nube perenne. Sin embargo el domingo, lo convertimos en una aventura: ver el paisaje otoñal en toda su autenticidad, o lo poco que del mismo se dejaba ver.



 Nos adentramos en el bosque de pinos enfrentadas a dudas semejantes a las que asaltaron a nuestro amigo Cipriano: en su caso, las de la fe en la doctrina católica, en el nuestro, la fe en que nuestro sentido de la orientación nos permitiera terminar el archiconocido recorrido con éxito.


Nuestro archiconocido recorrido
Paseábamos buscando las huellas de la niebla en el paisaje, ésas que si todos los días saliera el sol no habríamos llegado a conocer, recreándonos en la humedad del suelo que delata el paso de distintos animales, las gotas titilantes, la variedad de setas, líquenes y musgos que durarían poco bajo el maravilloso sol de mi tierra, ése que aquí los días como el domingo, ni se sospecha. Cuando llegué a Castilla hace quince años, mi estado de ánimo era luminodependiente, o como diría un psicólogo, tenía episodios de trastorno afectivo estacional. Recuerdo especialmente una convalecencia de varias semanas en la que, desde mi cama, veía sólo el cielo por la ventana de la habitación, y todos los días tenía tonalidad de cuaresma: lunes de ceniza, martes de ceniza, miércoles de ceniza…y así hasta el domingo y vuelta a empezar. Creo que fue mi peor etapa, en lo personal y en lo meteorológico. Con el tiempo, sin embargo, aprendí a valorar el hecho de que el sol, aunque no lo veamos, sigue ahí, y aparece el día menos pensado.

 Con el paso de los años incluso he conseguido que la niebla no me disguste, como el domingo: sumergirme en ella y disfrutarla. En realidad, todo lo tenebroso es siempre más interesante por la intriga de lo desconocido. Pasa esto en los personajes del cine, por ejemplo: a nadie le gustaría tener un asesino múltiple como vecino, pero en la pantalla, con la seguridad que nos proporciona la butaca de cine o el sofá de casa, nos interesan los asesinos múltiples, terroristas, violadores, ladrones de bancos, traidores a la causa y una larga lista de personajes de, digamos, nebulosa reputación. Y claro está, casi ningún director se atreve a hacer una película sobre la vida de una limpiadora (excepto Ken Loach, que yo sepa).


Y respecto al sobrevalorado sol, la Agencia Espacial Europea ya ha advertido de que una de las posibles causas que acabaron con la atmósfera de Marte fueron unas potentes llamaradas solares, y que nuestro planeta sería el próximo en la lista, caso de volver a producirse este fenómeno en la actividad del Sol. Es decir, estamos expuestos a que la actividad de nuestra estrella favorita acabe condenándonos al mismo final que sufrió el pobre Cipriano Salcedo “a veintiocho días del mes de mayo de mil quinientos cincuenta y nueve”.

El final de Cipriano o su liberación



En fin, si ése es nuestro destino, no servirá de nada haberse convertido al catolicismo. He revisado cuidadosamente el santoral y no he localizado ningún santo que tenga poderes protectores contra las llamaradas solares. Por mi parte, si tuviera ocasión de elegir, espero que el fenómeno solar me sorprenda como les ocurrió a los amantes de Pompeya, o como dice una de mis canciones favoritas, que sean unos brazos de sol los que acaben conmigo.

Amantes de Pompeya


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