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martes, 25 de octubre de 2016

El Nobel del Silencio

El 25 de octubre de 1956 una pareja se mira en silencio en la Clínica Mimiya de Santurce. Es un silencio con olor a despedida, un silencio construido de palabras ya dichas, que no hace falta repetir, y de otras que nunca se dirán, porque una vida juntos casi nunca da para decírselo todo, o porque hay cosas que es mejor no decir. Él ausente, evasivo, rebelde contra la vida que ha elegido llevarse a ella primero, contra todo pronóstico razonable contrario. Ella resignada, amante, consciente de su final a pesar de los intentos de los mejores médicos, se guarda un regalo de despedida en la manga, una sorpresa agridulce:

-Esta mañana han llamado de la Academia Sueca. Te han dado el Nobel de Literatura...

Zenobia murió de cáncer ese mismo día y tres días más tarde se hizo oficial la concesión del Nobel a Juan Ramón Jiménez, poniendo en serias dificultades a todos los que quisieron felicitarlo y darle el pésame a la vez., 


¿Qué queréis que os diga? Ya se ha escrito de todo sobre el nuevo Nobel de Literatura, se han hecho chistes, memes, ríos de tinta y píxeles para protestar porque se lo han dado a un maltratador, a un drogadicto, a un pasota y mil cosas más. A mí me da igual cómo sea este señor, entiendo que la Fundación Nobel usa sus fondos y por tanto tiene libertad para emplearlos como le venga en gana. Me parece muy moralista criticar al Nobel de Literatura por el hecho de que conozcamos su estrafalaria historia. No he escuchado a nadie rasgarse las vestiduras debatiéndose por saber si el último Nobel de Medicina le era fiel a su mujer o no, ¿acaso importa?

Personalmente creo que la Academia Sueca se ha equivocado porque ha dado el Nobel a alguien que, aparte de no desearlo, no es escritor, sino cantautor. Fue lo que más me llamó la atención cuando supe la noticia (y la contrasté, porque confieso que no me lo creí a la primera). Mi siguiente pensamiento fue el próximo Nobel para Silvio Rodríguez, y ya me imaginaba yo la alfombra roja sueca llena de unicornios azules, animales de galaxia, mujeres con sombrero, días y flores y eras que paren corazones... No tardé en volver a la realidad para pensar que Silvio Rodríguez, como muchos otros de su talante, nunca tendrá un Nobel.




Me gusta el rock, me encanta Knockin´ on heaven´s door, pero no me inspiran confianza los rockeros anticapitalistas y rebeldes con grandes fortunas, por muy bien que escriban. Alfred Nobel, al que seguramente le estarán sonando los oídos en su tumba, dijo que el premio de Literatura se otorgaría a "la obra más destacada de tendencia idealista", y aparte de la rebeldía constante al poder establecido, mejor dicho, a cualquier tipo de autoridad, no he encontrado mucho de idealismo en sus letras. 

Mucha gente ha criticado el Nobel de Literatura de este año, yo no tengo ese problema ya que no me sobran ocho millones de coronas suecas para decidir a quién se lo daría. En cualquier caso, pienso que si tuviera que premiar a personas que han defendido sus ideales con la palabra y la expresión poética ("la obra más destacada de tendencia idealista"), mi Nobel sería el Nobel del silencio: el de todas las voces acalladas por defender un ideal común, por intentar construir un mundo mejor, por expresar en palabras el grito ahogado de las minorías. Muchos de los que vienen a mi mente ya no están entre nosotros (Víctor Jara, Martin Luther King, John Lennon, Miguel Hernández, Gabriel Celaya), son todos muy distintos, una caravana de idealistas que cuyas voces fueron silenciadas por alguien que gritaba más fuerte, tenía más poder o llevaba un arma. Mientras alguien recuerde sus voces, su esfuerzo poético no habrá sido en vano, así que a ellos les otorgo mi Nobel, carente de dotación económica, el Nobel del Silencio. 



viernes, 14 de octubre de 2016

Robar se escribe con b

Hoy quiero contaros la historia de un robo que me enorgullece y enfada por igual manera, a ver qué pensáis vosotros. Os adelanto que la víctima del robo he sido yo y el objeto del robo, ese ente abstracto cuyos derechos se violan en tantas partes: la propiedad intelectual.

Los que me leéis habitualmente sabéis que escribir este blog es una forma de evasión como otra cualquiera, una terapia autoinfringida para relajarme después de acostar a los niños, un foro desde el que comparto mi opinión libremente con aquellos que tengan a bien leerla, normalmente amigos y conocidos que lo hacen desde el cariño. Una parte importante de mi vida y de esa opinión es el teatro, al que voy con frecuencia y sobre el que suelo hablar, especialmente cuando me ha gustado.

El domingo pasado escribí una crítica sobre El pintor de batallas, la adaptación teatral de Antonio Álamo basada en la obra del mismo título de Arturo Pérez Reverte. La obra me había gustado en su mayor parte, aunque no había respondido del todo a las expectativas marcadas por la lectura que hice hace unos años de la novela. Compartí en Twitter mi crítica citando a Pérez Reverte y, cuál no sería mi sorpresa cuando veinte minutos después, él compartió mi entrada en su cuenta. La verdad es que me hizo mucha ilusión.



Tengo tres hijos y poco tiempo para las redes sociales, así que mi semana continuó con normalidad: pensando en los próximos eventos teatrales, en los macro juicios que colapsan los informativos, cómo entendérmelas con mi hija adolescente, etc. De repente esta tarde he visitado Twitter y algo escrito por Pérez Reverte me ha llamado la atención. 


Ocupar la silla T de la Real Academia Española es un mérito, desde mi punto de vista merecido (muy a pesar de sus detractores) que ostenta este escritor desde 2003. ¿Por qué, entonces, me pregunté yo esta tarde, usa el término "reseña" para referirse a lo que parecía ser una crítica de la representación teatral de El pintor de batallas? "Reseña" puede ser una crítica, pero se usa más para referirse a textos que a representaciones teatrales. Por supuesto me picó la curiosidad por saber la opinión de quien firmaba, una tal Victoria R. Ramos.

Y siguiendo de sorpresa en sorpresa descubrí que el 90% de su supuesta crítica era un reciclado, he de admitir que bastante poético, de la mía. Ideas mías calcadas en palabras suyas, argumentos, comentarios sobre los actores o la adaptación del texto, citas de la obra que previamente había utilizado yo y hasta mi título en mitad de uno de sus párrafos. Enseguida entendí que el término "reseña" era el más apropiado, porque había reseñado mi texto, eliminando las cosas que a mí no me habían gustado (en positivo, que para eso ella cobra y yo no, por eso soy libre) y añadiendo alguna cosa que espero sea de su cosecha, aunque me sobran los motivos para sospechar lo contrario.

Hasta los tontos más tontos saben que lo que uno se encuentra en su camino, normalmente tiene dueño. Hasta los blogueros aficionados como yo, que estamos muy lejos de aspirar a las altas esferas literarias sabemos que la propiedad intelectual es sagrada y que apropiarse de una idea ajena es una bajeza moral y si se hace con fines lucrativos, un delito. Hasta quien se sienta en el sillón de la T, empezó a leer por el principio del abecedario y sabe que "robar" se escribe con b.

Mi entrada del blog es del día 9 de octubre, la de ella es del día 12, Os dejo un resumen de las ideas plagiadas para que juzguéis por vosotros mismos:
  1. Efectos de presenciar una obra de teatro o una película sobre un libro que has leído. 
  2. Sobre la adaptación respetuosa de la novela y las omisiones que yo había percibido para mantener en vilo al espectador.
  3. Sobre Alberto Jiménez, describe su actuación con mis palabras, hablando del dinamismo de su interpretación y de su utilización del espacio escénico.
  4. Donde Álvaro Luna haga la videoescena, allí estaré yo, y "ella".
  5. "Caronte faltó a la cita", ella dice que "no acudió a la cita en Pucela".
  6. Los yugoslavos de finales de los ochenta no pensaban que la guerra pudiera presentarse en sus vidas, en un país desarrollado y culto.
  7. La guerra como tema de ciencia ficción, como algo que nunca nos ha de pasar a nosotros.

domingo, 9 de octubre de 2016

Caronte faltó a la cita

Hoy he visto la primera adaptación para teatro que se ha hecho de una novela de Arturo Pérez Reverte: El pintor de batallas. Antes de ir pensé: "es imposible estropear esta novela", y ahora pienso que tenía razón. Me ha gustado la versión teatral en general, aunque con matices, En el teatro pasa como en el cine, las versiones de un libro que has leído son difíciles de asimilar, principalmente porque la historia que uno ha imaginado leyendo nunca es la misma que el guionista, dramaturgo, actores, etc. exponen ante sus ojos, y eso complica bastante las cosas. De hecho, fuimos cuatro amigos a verla, y de los cuatro a la que más gustó, fue a la única que no había leído la novela, que por cierto manifestó su intención de hacerlo al salir de la sala.

Si yo fuera Pérez Reverte, probablemente también le habría confiado mi texto a Antonio Álamo. La versión que vi ayer de El pintor de batallas refleja con soltura y unos diálogos excepcionales lo esencial de la novela a la que se remite. Siendo muy respetuoso con el texto original, Álamo deja que el espectador adivine o complete ciertas omisiones, convirtiéndolo en cómplice y creando una interacción que mantiene al espectador en vilo al igual que la novela. Recuerdo perfectamente mi reacción ante aquella frase Porque voy a matarlo a usted, pensé "yo de este sofá no me muevo hasta ver si lo mata o no lo mata".


La guerra tiene su público, y en Europa, la guerra se consume como la ciencia ficción, como algo que nunca nos va a pasar. Eso mismo debían pensar los yugoslavos a finales de los 80, viviendo en un país desarrollado, culto, industrializado y en el que convivían distintas culturas y los posibles odios entre vecinos se debían más a enfrentamientos familiares de antaño que a diferencias étnicas, aunque luego la guerra le dio sentido a todos ellos. De repente un día estos vecinos dejaron el anonimato salieron en todos los informativos protagonizando lo que los periodistas muy amablemente nombraron "el conflicto de los Balcanes".

Uno de estos vecinos anónimos es Ivo Markovic, interpretado concienzudamente por Alberto Jiménez, que se esforzó con el acento croata y con una utilización del espacio escénico que dio mucho dinamismo a su personaje y a la obra en general. El coprotagonista que da nombre a la novela, fue interpretado por Jordi Rebellón, que consiguió transportarnos a la mente de un hombre que está en guerra consigo mismo, con una fuerza narrativa tal, que casi no necesitaba desplazarse por el escenario y apenas modular el tono de su voz. Eran dos personajes muy difíciles y se notaba el trabajo de elaboración de cada actor, me gustó el trabajo actoral por separado, pero no me convenció la interacción. Desde mi punto de vista, en el diálogo radica el tema principal de la novela: la transformación de los personajes a través del encuentro dialéctico, y eso no lo percibí anoche, aunque las interpretaciones por separado fueron muy buenas.


Para mí, que muchas veces miro con ojos de psicóloga, el tema principal de la novela no es la guerra en sí, sino la teoría del caos citada por el autor, el efecto mariposa, que hace que dos personas que deberían ser lo opuesto una de la otra, descubren a través del diálogo que no son tan distintas, que la vorágine de la guerra los ha manipulado a los dos, que están cerca uno del otro y lejos, muy lejos de lo que creían ser. Detesto a los soldados que se hacen preguntas, pero mucho más a los que obtienen respuestas. Los personajes de la novela buscan uno en otro respuestas que ellos por sí mismos no han encontrado durante años, y no llegan a ninguna conclusión satisfactoria. ¿Es azarosa o causal una decisión que se toma en cuestión de segundos? ¿Y si esa decisión cambia toda tu vida o la de otro, nos hace sentir mejor decir que ha sido el azar? 

Volviendo al escenario, a mí me gustaron tanto la música y la utilización del espacio sonoro, que me supo a poco. Magnífico el violín de Verónica Jorge subrayado por el chelo de Ainhoa Uribelarrea, los habría usado en más ocasiones. Y por supuesto, la videoescena. Sólo puedo decir de ella que donde Álvaro Luna haga la videoescena, allí estaré yo. Tiene una envidiable capacidad de convertir la narración en imágenes, y no en cualquier imagen, sino en la apropiada en cada caso, precioso su cuadro de la batalla que acompaña la evolución personal del pintor.

Lo que menos me gustó fue el final. No voy a contar el final de la novela, porque animo a los que no la han leído a que lo hagan. El final de la novela, no sólo ha sido sugerido a lo largo de la narrativa, sino que, desde mi punto de vista, dignifica a ambos personajes. Yo creo que Álamo no ha sabido plasmar esto en la obra de teatro, de la que tampoco voy a contar el final, para que vayan y juzguen por sí mismos. Sólo diré que yo hice un gesto de decepción y la persona que había a mi lado preguntó "¿qué te pasa?" "Que Caronte ha faltado a la cita", respondí.

Caronte faltó

domingo, 2 de octubre de 2016

De puntas por la Mancha

Anoche fui a ver Don Quijote, ballet en tres actos de la Compañía Nacional de Danza, con coreografía de José Carlos Martínez. Casi dos horas y media de desprecio por la fuerza de la gravedad que me hicieron sentir que yo misma flotaba sobre la escena: maravillosas música, coreografía, escenografía, vestuario y por supuesto maravillosa ejecución de los bailarines en esta adaptación española de un ballet que, pese a su cervantino nombre y a la nacionalidad francesa de su autor, Marius Petipa, es genuinamente ruso de nacimiento, inspiración y partitura original.


No me gusta leer las críticas antes de ir a ver un espectáculo, porque me condicionan, así que me enfrenté a un Don Quijote del que no sabía nada, excepto que no era una escenificación de la novela universal, sino del capítulo XIX de la segunda parte, que se centra en la azarosa historia de amor entre Basilio y Quiteria, convertidos en triángulo por el intruso pero bien posicionado Camacho.

Lo que destacaría de este ballet es la perfección técnica, llegando en algunos momentos a convertirse en una auténtica exhibición de capacidades de los bailarines. El público entusiasmado aplaudía cada escena, incitado con frecuencia por los saludos de los intérpretes, lo que para mi gusto cortaba el argumento y alargaba más de lo deseado la duración final de la obra. Si bien es cierto que los aplausos eran más que merecidos, porque desde el primer acto las escenas se superaban en belleza y armonía, hilvanadas por una ejecución que combinaba la danza y la poesía en una interpretación muy original del argumento que incluso incluía una escena en la que los bailarines, convertidos en toreros, se vestían de luces y hacían volar capotes sobre sus cabezas.



Un aspecto que caracteriza los ballets de Petipa es su interés por equilibrar el protagonismo de ambos géneros, y eso se respeta en el montaje de José Carlos Martínez, con varias escenas casi exclusivamente masculinas que a mí particularmente me gustaron mucho, comenzando por la de los toreros, la de los gitanos en el segundo acto o la pelea callejera del acto final. También me gustó muchísimo en el segundo acto el encuentro de Don Quijote con su representación del amor perfecto, encarnado en la volátil Dulcinea, bendecido por Cupido y acompañado por las dríadas del bosque bajo un cielo estrellado.

La escenografía de Raúl García Guerrero fue sencilla pero precisa, sin que faltara el molino que dejó al público sin aliento engullendo al Quijote. El vestuario elaborado en el taller de Carmen Granell no deja escapar detalle, hasta el punto de que por sí solo podría contar la historia: los trajes de luces, los vestidos de las gitanas, los tutús preciosos, el vestido de Cupido que flotaba con ella, el tutú de Dulcinea y los preciosos trajes de volantes para la escena flamenca. He leído que para diseñar el vestuario, el taller de Carmen Granell se ha inspirado en el folclore español y en las pinturas de Velázquez, y eso se percibe en las escenas más costumbristas. Mis ojos disfrutaron muchísimo de este vestuario en perfecto compás. A mí particularmente no me gustaron ni Don Quijote (demasiado hierático, más que lunático, rígido) ni Sancho Panza (demasiado ridículo, aunque tiene momentos muy divertidos, como la escena del manteo).



No es fácil hacer una versión de Don Quijote en España a pesar de lo paradójico que suena decirlo. José Carlos Martínez lo consigue, nos lleva de puntillas por la Mancha, nos atrapa en un amor prohibido y hasta nos deja un fandango en el tercer acto. Quizás lo más quijotesco del ballet en general es su capacidad de usar la música como medio de transporte hacia esa realidad que flota a diez centímetros (cuando menos) sobre el suelo: yo sé que son personas, pero el Quijote que hay dentro de mí los ve volar.