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domingo, 2 de octubre de 2016

De puntas por la Mancha

Anoche fui a ver Don Quijote, ballet en tres actos de la Compañía Nacional de Danza, con coreografía de José Carlos Martínez. Casi dos horas y media de desprecio por la fuerza de la gravedad que me hicieron sentir que yo misma flotaba sobre la escena: maravillosas música, coreografía, escenografía, vestuario y por supuesto maravillosa ejecución de los bailarines en esta adaptación española de un ballet que, pese a su cervantino nombre y a la nacionalidad francesa de su autor, Marius Petipa, es genuinamente ruso de nacimiento, inspiración y partitura original.


No me gusta leer las críticas antes de ir a ver un espectáculo, porque me condicionan, así que me enfrenté a un Don Quijote del que no sabía nada, excepto que no era una escenificación de la novela universal, sino del capítulo XIX de la segunda parte, que se centra en la azarosa historia de amor entre Basilio y Quiteria, convertidos en triángulo por el intruso pero bien posicionado Camacho.

Lo que destacaría de este ballet es la perfección técnica, llegando en algunos momentos a convertirse en una auténtica exhibición de capacidades de los bailarines. El público entusiasmado aplaudía cada escena, incitado con frecuencia por los saludos de los intérpretes, lo que para mi gusto cortaba el argumento y alargaba más de lo deseado la duración final de la obra. Si bien es cierto que los aplausos eran más que merecidos, porque desde el primer acto las escenas se superaban en belleza y armonía, hilvanadas por una ejecución que combinaba la danza y la poesía en una interpretación muy original del argumento que incluso incluía una escena en la que los bailarines, convertidos en toreros, se vestían de luces y hacían volar capotes sobre sus cabezas.



Un aspecto que caracteriza los ballets de Petipa es su interés por equilibrar el protagonismo de ambos géneros, y eso se respeta en el montaje de José Carlos Martínez, con varias escenas casi exclusivamente masculinas que a mí particularmente me gustaron mucho, comenzando por la de los toreros, la de los gitanos en el segundo acto o la pelea callejera del acto final. También me gustó muchísimo en el segundo acto el encuentro de Don Quijote con su representación del amor perfecto, encarnado en la volátil Dulcinea, bendecido por Cupido y acompañado por las dríadas del bosque bajo un cielo estrellado.

La escenografía de Raúl García Guerrero fue sencilla pero precisa, sin que faltara el molino que dejó al público sin aliento engullendo al Quijote. El vestuario elaborado en el taller de Carmen Granell no deja escapar detalle, hasta el punto de que por sí solo podría contar la historia: los trajes de luces, los vestidos de las gitanas, los tutús preciosos, el vestido de Cupido que flotaba con ella, el tutú de Dulcinea y los preciosos trajes de volantes para la escena flamenca. He leído que para diseñar el vestuario, el taller de Carmen Granell se ha inspirado en el folclore español y en las pinturas de Velázquez, y eso se percibe en las escenas más costumbristas. Mis ojos disfrutaron muchísimo de este vestuario en perfecto compás. A mí particularmente no me gustaron ni Don Quijote (demasiado hierático, más que lunático, rígido) ni Sancho Panza (demasiado ridículo, aunque tiene momentos muy divertidos, como la escena del manteo).



No es fácil hacer una versión de Don Quijote en España a pesar de lo paradójico que suena decirlo. José Carlos Martínez lo consigue, nos lleva de puntillas por la Mancha, nos atrapa en un amor prohibido y hasta nos deja un fandango en el tercer acto. Quizás lo más quijotesco del ballet en general es su capacidad de usar la música como medio de transporte hacia esa realidad que flota a diez centímetros (cuando menos) sobre el suelo: yo sé que son personas, pero el Quijote que hay dentro de mí los ve volar.

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