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viernes, 22 de abril de 2016

El forense de Macondo

Diga lo que diga Wikipedia sobre incineraciones, yo siempre he sabido que Gabo estaba enterrado en Macondo. Cuando hace dos años supe que había muerto, sentí mucha tristeza, en primer lugar por no haberle podido dar las gracias nunca por todo lo que me hizo vivir, y además, porque recordé los momentos compartidos con distintas personas a causa de sus libros y fue como si también esos recuerdos tuviera que enterrarlos, como si todos esos momentos de felicidad provocados por su pluma no tuvieran "una segunda oportunidad sobre la tierra".


Mi siguiente pensamiento fue un poco macabro: imaginé al privilegiado forense que estaba en esos momentos realizando la autopsia, y en mi imaginación surgían de su septum Florentino y Fermina cogidos de la mano o sus lóbulos cerebrales lucían bajo la lámpara del laboratorio como "piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos". Yo me imaginaba a un forense con sus guantes y toda esa asepsia que conlleva su trabajo, un forense al que quizás no le gustaba la literatura, o no le gustaba el realismo mágico, anotando datos y dejando que se escaparan entre sus dedos los Aureliano Buendía, los Santiago Nasar o las Úrsula Iguarán sin ni siquiera percibirlos y me invadía una tristeza ligera pero persistente,como la lluvia de este mes de abril.

Y es que abril ha sido un mes trágico para la literatura, por eso celebramos el día del libro este mes, porque aunque todos los mortales (merecedores o no) preferimos los homenajes en vida, con frecuencia uno se tiene que morir para que lo reconozcan.
La eterna pregunta de cada mañana ante el espejo

Abril se llevó a Cervantes, cuyos huesos no han dejado reposar hasta identificarlos y clasificarlos. Pobre Miguel, el muñón más buscado de la historia. Como si saber dónde reposa nos fuera a cambiar la lectura del Quijote. Según el calendario juliano, un 23 de abril también se llevó a Shakespeare, el autor del monólogo más representado de todos los tiempos y de esa pregunta que nos hacemos cada mañana ante el espejo, sin calavera, casi siempre.

Pero aunque son los más conocidos, ellos no fueron las únicas víctimas de abril. En 1541 abril había acabado con el tragicómico Fernando de Rojas dejándonos un personaje universal y una humorística visión de la vida muy adelantada a su época. Casi 400 años después, abril castigó a Gianni Rodari por poner al descubierto el proceso creativo y entregárselo a los docentes de todo el mundo en su Gramática de la fantasía.

Comparten día con Shakespeare el Inca Garcilaso, que utilizó los recursos del invasor para dar voz a su pueblo, Teresa de la Parra, que utilizó la literatura para liberar a su propia Ifigenia y Alejo Carpentier, que nos reveló cómo llegaron al Caribe las ideas revolucionarias de El Siglo de las luces.

Cercenado por un golpe de abril, cayó también César Vallejo, sin que una vergonzosa España sumida en plena Guerra Civil, apartara de él su cáliz. Y compartiendo fecha con Gabo, abril se apropió de Sor Juana Inés de la Cruz, grandísima feminista (cuando ser feminista no era una elección sino un ejempo de vida) y mujer inteligentísima que soñó desde su convento lo que el México del siglo XVII no le permitió vivir.


Epitafio para un poeta
A otro Gabriel sacrificó abril dejándonos su poesía "cargada de futuro". En abril también se rindió a la flaca Octavio Paz prolongando tal vez en su muerte ese "laberinto de la soledad" que fueron sus últimos días.



Abril también acabó sin piedad con todas las aventuras de mi juventud lectora: viajar con los piratas de Emilio Salgari, navegar en un barco de vapor por el Misisipi con Mark Twain o naufragar para poder pasar la tarde con el Jueves de Defoe.

Y Jorge Manrique, que se hizo un sitio en la literatura clásica española por un poema fúnebre, también murió en abril.  La muerte quería leer Historia de una escalera, y caprichosamente perdonó hasta abril de 2000 a Antonio Buero Vallejo y se llevó un 28 de marzo de 1942 a su compañero de prisión, Miguel Hernández. La muerte a veces es caprichosa, pero tiene buen gusto literario.

Por fin el mismo abril ya se moría, como María Iribarne en El túnel de Ernesto Sábato, y decidió acabar sus días sumido en la belleza del Jardín de Dulce María Loynaz.




Hace ya tiempo que este aciago mes, tan favorito para los alérgicos como yo, hizo las paces conmigo porque vio venir al mundo a dos de mis hijos. Aún así, si alguno de los que leéis esto os dedicáis a la literatura, id con ojo avizor en primavera.


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