“Tienes un nivel de teatro incompatible con
la vida”, le dije el otro día a una amiga médico, con la que suelo tener largas
discusiones tratando de convencerla de que la psicología también es una
ciencia. Enseguida ella picó mi anzuelo y me contestó: “Lo incompatible con la
vida son ciertos niveles de pH, hasta las depresiones que son como la gripe
para los psicólogos, se pueden explicar por un desequilibrio ácido-básico”.
“Está bien, le dije, eso es lo que yo quería escuchar, te voy a explicar ahora
por qué el teatro es imprescindible para vivir”. La respuesta a esto fue una
carcajada y un trago de su cerveza. Mi explicación fue la siguiente:
Empieza un día cualquiera de nuestra vida:
suena el despertador. Maldita
sea, qué sueño tan lindo estaba teniendo, aunque quién sabe, si es verdad que a
veces son premonitorios, puede que se cumpla. Buenos días, cariño. Vaya, es verdad, que hoy él no
trabaja, cómo me gustaría que se levantara y desayunara conmigo. No, no
te preocupes, quédate en la cama. Qué mala soy fingiendo, voy a imaginar el final de ese sueño mientras
se hace mi café. Llegas al metro. Está bien, tengo veinte minutos para ensayar la conversación con mi
jefe sobre el cambio de vacaciones. Vaya pintas tiene ése, seguro que va de
empalmada al trabajo, y la del tercer asiento, está enamorada, fijo, qué
expresión.
Todo eso ha ocurrido durante la primera hora
de un día cualquiera de nuestra vida: lo negro es la realidad, el resto, es
teatro, la ficción con que le damos forma a esa realidad, nuestra única e
intransferible interpretación del mundo, configurada por suposiciones,
recuerdos, percepciones mediadas por esos recuerdos, imputaciones de hechos,
ensayos de situaciones aún no experimentadas, ensoñaciones, deseos que a veces
disfrutamos más que su materialización y cosas que nunca ocurrieron, pero que
hemos imaginado tantas veces que ya son parte de nosotros mismos.
Compartimos la realidad con los demás
habitantes del planeta, pero esa ficción novelada que usamos para explicárnosla
a nosotros mismos por las noches antes de acostarnos es sólo nuestra, es
nuestro nivel de teatro. Si tenemos la capacidad de interpretar esa realidad de
una forma más positiva para nosotros sin mentirnos, es decir, si encontramos el
equilibrio ideal entre realidad y ficción, ése que nos permite sentirnos
satisfechos con nuestras vidas y desarrollar al máximo nuestras capacidades en
los escenarios diarios en que nos movemos, entonces tenemos un nivel de teatro
óptimo, compatible con la vida.
Si no podemos deshacernos de la cruda
realidad, si pasan las horas y no tenemos ensoñaciones, si no hacemos
atribuciones imaginarias a la vida de los desconocidos con los que nos
cruzamos, si sólo fingimos para autolesionarnos ocultando nuestras emociones,
si no imaginamos situaciones futuras, si nuestra vida interior está empobrecida
y en ella se han instalado el desencanto, la abulia y la rutina, estamos
teniendo un nivel de teatro incompatible con la vida, nadie puede vivir sólo de
la realidad.
Y como la ficción se nutre de ficción, todo
el mundo necesita ir al teatro. Desde Sófocles al Teatro Conceptual cualquiera
puede encontrarse, una o varias veces, como me ocurre a mí. Y como el teatro se
nutre de la realidad está hecho por personas reales, que hacen única cada
representación, como es único cada día de nuestras vidas. Por eso forma parte
de lo que los psicólogos y sociólogos llaman ocio activo: aquél que nos exige
retroalimentación, es decir, recepción y respuesta.
Por eso sin teatro no se puede vivir, porque
el teatro es lo que nos hace ser más que un simple equilibrio entre ácidos y
bases. ¿Qué es teatro? ¿Y tú me lo preguntas? Teatro… eres tú.